Fue una de las primeras veces que salí en Nochebuena. Una fiesta que según mi padre tiene su razón de ser dentro de un contexto puramente familiar. Después de cenar copiosamente, reirle los chistes a mis tíos, escuchar las anécdotas de mis abuelos y jugar un poco con mis primos pequeños, me despedí... no sin tener que lidiar previamente con el ceño fruncido y temible de mi viejo, como se decía entonces en el argot que practicaba la gente de mi tribu.
Porque yo tenía tribu. Poco fiel, eso sí -eso siempre- pero tribu al fin y al cabo. A esa edad, pertenecer a una tribu era algo crucial para la estabilidad emocional de la mayoría de mis coetáneos. Era heavy. A todos los efectos. En cuanto a indumentaria, tirando a gótica. Siempre de negro. Mallas, camisas amplias, jerséis, pelo, cazadora, ojos. Todo muy negro. Consumidora de revistas de alto contenido cultural como Metal Hammer y oyente de programas radiofónicos nocturnos que a mi madre le parecían poco menos que satánicos. A los pocos meses de haber tomado la decisión de ser heavy, ya atesoraba multitud de discos de grupos que se adscribían al género que había adoptado como favorito. El Thrash Metal. Literalmente: Azote de metal, aunque a menudo -incluso entre los entendidos- se confunda con metal basura...
Orgullosa de mi recién adquirida cultura metalicosa, no me costó demasiado hacerme con un grupillo de individuos afines musicalmente, al menos en la fachada -en el interior siempre oculté gustos mucho más plurales- con los que mover la cabeza en Canciller e intercambiar material discográfico y parafernalia macabra (aún conservo mi mítico anillo de calavera). Yo misma he podido corroborar con el tiempo, los recuerdos y las fotos la versión de mis padres sobre la semejanza entre mi pandilla de amigos y la familia Munster. El Fortu, el Bisagra, el Chipi, el Manowar, el Kiki... eran mi plan para aquella Nochebuena. De las primeras en las que salí...
La cosa era simple. Ir al parque de al lado de mi casa (de adolescente no existe el frío) a beber y a reírnos. Kalimotxo y cerveza. Heavies de bajo presupuesto y graduación. Unos petas. "Costo del bueno. Me lo ha traído el Ogro, que está haciendo la mili en Almería". La fría noche de Hortaleza evoluciona con normalidad. Primero, el parque. Luego un ratito en la Santa Sed. Otro ratito en El Quinto Pino. Otra vez al parque...
Antes de que me de cuenta, mi cabeza da vueltas y la risa descontrolada se transforma en nauseas y mareos. Todo me da vueltas y las piernas no me responden bien. Mierda. Nunca se me dio bien el alcohol. Miro el reloj. A duras penas distingo la hora en las manillas difusas. Tengo que irme a casa. Se me ha hecho tarde. Me van a matar. Me levanto y no consigo caminar recta. No puedo llegar así a casa. "Damos un paseo, seguro que se te pasa... ¿Has probado a vomitar? ¿Qué tal un café con sal?"
Transcurre una hora larga hasta que consigo llegar a casa. Vomito dos veces de camino. Los nervios apretándome el estómago no ayudan a mi mejora. La noche clarea, constatando que se me ha acabado el tiempo. Me despido de mi tribu. "No te preocupes, Isilla. Feliz Navidad. Hasta mañana". Ya es mañana. Es navidad. Me miro en el espejo del portal. Qué careto. Subo las escaleras a duras penas. Abro la puerta. Mi padre está en el pasillo. Me mira. Furioso. Hola... papá...
...todavía me sudan las manos